Un
día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro
de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un
segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y,
sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días
llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y
fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan
está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada
visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó
aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de
la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las
ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente
alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea
blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el
vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el
cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque
en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino
hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo
reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con
movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro
dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con
entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y
su gesto...
(Aquí podéis leer el relato completo)
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