Los
encontré aglutinados en el atrio. Protestaban indignados con los puños en alto,
arremetían contra la puerta, empujaban a los policías, escupían lisuras, le
dedicaban injurias al párroco. Parecían revoltosos que se habían quedado sin
entradas para ver una película porno. Me filtré a través de ellos y, después de
recibir varios empellones y algunos manotazos, llegué hasta uno de los policías
que resguardaba el ingreso. Le mostré mi tarjeta de invitación y me dejó pasar;
conmigo entraron quinientos saludos ardientes para mi madre. Adentro la cosa no
estaba mejor. La misa aún no había comenzado y se notaba en el ánimo de los
asistentes una desesperación desbordante. Algunos pifiaban con todas sus
fuerzas. Por ahí escuché también el sonido de una matraca, de un tambor. En
vano traté de avanzar para encontrar un sitio más desahogado donde ubicarme. Había
allí más gente que en un clásico U-Alianza. Las tribunas estaban abarrotadas.
Sólo la nave central se mantenía sin invadir...
(Este es uno de los relatos que forman
parte de LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO y lo podéis leer completo aquí)
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