—El ojo del amo—le dijo su padre,
señalándose un ojo, un ojo viejo entre los párpados ajados, sin pestañas, redondo
como el ojo de un pájaro—, el ojo del amo engorda el caballo.
—Sí—dijo el hijo y siguió sentado en el
borde de la mesa tosca, a la sombra de la gran higuera.
—Entonces—dijo el padre, siempre con el
dedo debajo del ojo—, ve a los trigales y vigila la siega.
El
hijo tenía las manos hundidas en los bolsillos, un soplo de viento le agitaba
la espalda de la camisa de mangas cortas.
—Voy—decía, y no se movía.
Las
gallinas picoteaban los restos de un higo aplastado en el suelo.
Viendo
a su hijo abandonado a la indolencia como una caña al viento, el viejo sentía
que su furia iba multiplicándose: sacaba a rastras unos sacos del depósito,
mezclaba abonos, asestaba órdenes e imprecaciones a los hombres agachados,
amenazaba al perro encadenado que gañía bajo una nube de moscas. El hijo del
patrón no se movía ni sacaba las manos de los bolsillos, seguía con la mirada
clavada en el suelo y los labios como silbando, como desaprobando semejante
despilfarro de fuerzas.
—El ojo del amo—dijo el viejo.
—Voy—respondió el hijo y se alejó sin
prisa...
(Aquí podéis leer el relato completo)
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