—Maté
a un perro —mentí.
¿Estrangulado?
¿De un balazo? ¿Atropellado? Decidí que fuera una embestida brutal, con el
acelerador a fondo (porque soy amante de la velocidad), en medio de la noche,
en una trocha sin asfaltar de la campiña chinchana, la puerta del copiloto se
abrió violentamente con el impacto y mi amigo quedó con medio cuerpo afuera
mientras el pobre can volaba por los aires, rígido como un fardo congelado.
Todos
me creyeron. Sazoné el relato con hábil lenguaje gráfico. Pero la verdad era
que ni siquiera sabía manejar. Actuaciones de este tipo han sido siempre mi
manera personal de sobrevivir a las imposiciones familiares. Y la de aquella
noche fue una actuación sobresaliente, digna de un Oscar. Al más huevón, claro
está...
(Este relato
está incluido en BRINDIS, BROMAS y BRAMIDOS y lo podréis leer completo en este
enlace)
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