Desde
niño, el clero, en todas sus manifestaciones, le perseguía y acosaba. A los
nueve años no le permitieron resistirse más, y se vio abocado a confirmar su
pertenencia a las filas de la comunidad católica, apostólica y romana. El
penoso trámite de la comunión se puso en marcha. Tuvo que asistir a duras
sesiones de concienciación cristiana, amenizadas por los rifirrafes, en los
bancos traseros de la sacristía, con aquella morena de curvas incipientes y
ojos dañinos. Desde el primer día, usó todo tipo de estrategias para captar su
atención y optó por destrozarle las espinillas a patadas, por lo menos así ella
le miraba, le insultaba y se las devolvía. Una relación intensa que opacó tanta
enseñanza necesaria para su ingreso efectivo en la comunidad de creyentes. Su
imagen de chico peligroso sufrió el revés más aterrador cuando su madre le
obligó a embutirse en un odioso traje de marinerito azul. Ella, su morena, iba
fantástica con aquel vestido blanco que la apretaba tanto, haciendo evidente lo
que adivinaba y daba forma en su imaginación. No dejó de mirarla toda la
misa y, cuando le tocó recibir la hostia, casi le arranca el dedo al cura de un
mordisco. La bofetada resonó hasta en la calle, atestada de padres que entre
cigarrillo y cigarrillo, sumidos en enérgicas discusiones sobre fútbol y
política, esperaban pacientemente a que el sacrificio fuera consumado. Al día siguiente, como muestra de profundo
fervor, Alberto asistió a la misa en latín de las 8 de la mañana y allí mismo,
ante la imponente fachada de la catedral, se prometió no volver a pisar una
iglesia...
(Este relato es parte de TENGO UN AMANTE. 15 relatos devoradores. Aquí podéis leerlo completo)
http://periodicoirreverentes.org/2014/12/26/la-providencia/
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