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FERNANDO MOROTE-LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO (Fragmento 3)



Me levanté a las cuatro de la mañana, hice mis oraciones, entré al baño, me di una ducha y tomé una taza de leche caliente. Salí de casa siendo de noche aún.
Llegué poco antes de las siete. Hacía un frío de los mil demonios. Los obreros llegaban corriendo a marcar su tarjeta. Ninguno tenía pinta de haber pasado por colegio particular. Me sentía desubicado. Iba a ser definitivamente una experiencia diferente. Me acerqué a la caseta de control. Por la ventana me entregaron una tarjeta de asistencia, pregunté dónde tenía que presentarme. Aquí no hubo bienvenidas, charlas de orientación ni instrucciones. Sólo un capataz que me dijo “únete a ese grupo”, señalando unos hombres cambiándose de ropa, “y ayúdalos, ellos te dirán lo que debes hacer”.
—¿Cómo te llamas? —preguntó uno de mis nuevos compañeros.
Le dije sólo mi apellido. Había aprendido tiempo atrás que en los colegios nacionales los nombres de pila no contaban.
—Hola. Soy Esquén. Él es Gavilán.
Nunca antes había escuchado apellidos como ésos.
—¿Qué tal es el trabajo aquí? —pregunté.
—Duro. Pasamos el día cargando kilos de mercadería.
—Al principio es jodido, pero cuando agarras ritmo te acomodas —explicó Gavilán.
—Le encuentras el truco y ya no se hace tan pesado —siguió Esquén.
—Buena voz —dije.
—¿Te gusta el fulbito? —me preguntó Gavilán.
—Claro —respondí.
—Después del refrigerio hacemos una pichanguita todos los días. Si quieres, puedes jugar.
—Bacán —contesté.
La idea del fulbito me relajó un poco. Aunque el frío era intenso, debajo del uniforme de dos piezas sólo llevaba puesto el calzoncillo. Después comprendí por qué no necesitaba nada más. La jornada empezó con la llegada de los camiones. Uno de ellos estacionó en retroceso frente al muelle de mi grupo. Esquén y Gavilán me llamaron.
—Ése es nuestro —dijeron.
Cuando la puerta de la tolva se abrió pude ver que se trataba de un cargamento íntegro de sandías. Puras sandías. Sólo sandías.
Esquén se movió rápido y le dijo a Gavilán:
—Tú atrás, yo recibo y él en medio —señalándome con el dedo.
Gavilán me miró, indicando con los ojos que obedeciera. No entendía lo que debía hacer. Entonces vi a Esquén subir al camión. Se montó encima de las sandías y me dijo:
—Ponte ahí abajo. Vamos a hacer una fila. Yo te lanzo las sandías y tú se las pasas a Gavilán.
Miré hacia atrás. Gavilán estaba parado detrás de mí, a unos metros de distancia, con las piernas bien abiertas y los brazos extendidos hacia adelante. Parecía un jugador de básquet listo para iniciar el partido.
Esquén hizo de profesor:
—Vamos a hacerlo despacio al principio. Trata de recibir las sandías así, con los brazos sueltos, las emparas y las descuelgas. Luego giras y se las lanzas a Gavilán. Todo suave.
—Muy bien —dije. “No creo que sea tan difícil esta vaina”, pensé.
Esquén tomó la primera sandía y disparó. La atrapé bien, como él dijo, embolsándola como si fuera un arquero de fútbol. Di la vuelta para aventársela a Gavilán, pero era muy pesada. Entonces la levanté con ambas manos y la lancé como balón medicinal. La gigantesca fruta dio varias vueltas en el aire, parecía no llegar a destino, Gavilán adelantó un paso y logró atraparla, colocándola luego en el piso. La segunda sandía me cayó del cielo como un tonel. Me hundí al recibirla. Me repuse, giré para enviarla, pero sentí que perdía oxígeno, los brazos me temblaban.  Tuve que acercarme antes de lanzarla. La tercera sandía me partió el alma, casi me desmayo. Nunca pensé que un trabajo tan sencillo pudiera ser al mismo tiempo tan pesado. Me sentía mareado. Con la cuarta sandía tuve ganas de vomitar. Mis compañeros se dieron cuenta de que no podía más. Se arrastraron  de risa. Me dijeron que descansara un momento. Consiguieron un reemplazo para continuar con el proceso. Entonces me senté a un lado del muelle a contemplar sus movimientos. Eran unos atletas. Desarrollaron ante mis ojos un verdadero despliegue de plasticidad. Descargaron el camión prácticamente sin sudar.
Cuando terminó el refrigerio, no podía respirar. La ración que servían en el comedor era digna de un obrero de construcción civil. Sin embargo, reconocí en el fulbito mi oportunidad de demostrar a Esquén y Gavilán que yo también tenía algo para enseñarles. El nivel futbolístico resultó tan deplorable que pude darme el lujo de dominar la pelota y poner el toque sutil, inteligente, de los que saben con el balón en los pies. Terminé el partido sintiendo la cabeza a punto de estallar.
Por la tarde me entregaron un largo abrigo negro para protegerme del frío. Cuando me lo puse descubrí que estaba roto por todas partes. Me acomodaron sobre el hombro un pedazo grande de res, creo que era una pierna entera; debía transportarla a la zona de congeladores. Fue un trayecto penoso. El penetrante olor de la vaca muerta encima de mi cuerpo me hizo sentir humillado. Atravesar el frigorífico me dejó congelado a mí también. Ese abrigo era una broma.
Dejé mi uniforme en los casilleros y regresé a casa muerto de fatiga. Mi primer día de trabajo en el almacén había sido como estar en la guerra, librando un combate encarnizado contra el enemigo; milagrosamente había sobrevivido. A la mañana siguiente me tocó realizar labores de zarandeo, después de almuerzo me encargaron sellar bolsas de menestras. El tercer día presencié un nuevo espectáculo. Un grupo de cinco obreros rodeó una enorme máquina en forma de pirámide. Traían bolsas de plástico, pitas y cuchillas. Dos de ellos se ubicaron en los extremos del primer nivel,  otros dos subieron a la parte intermedia y el último trepó a la torre. El que parecía ser el líder dio la orden para echar a andar el motor. El ruido del engranaje era tan fuerte que los obligaba a gritar para coordinar sus acciones. Yo admiraba sorprendido su increíble acrobacia. Organizaban con destreza el traslado de unos costales de azúcar que debían llegar hasta la torre. El proceso se desarrolló con extraordinaria fluidez. Me pareció que ellos hacían eso desde su infancia.  Lo comenté con uno de mis compañeros.
—Lo distribuyen por turnos —me contestó— Cada día le toca hacerlo a un grupo diferente.
—¿Nos va a tocar a nosotros también? —pregunté alarmado.
—De todos modos. Eres nuevo, ¿no?
—Sí —le dije.
—Lo más seguro es que te manden a la torre, entonces.
El tipo de la torre recibía el costal de azúcar a través de una veloz cadena de manos que se movía desde abajo, atrapaba entre sus dientes una pequeña navaja mientras sujetaba el costal con sus rodillas, luego lo abría con un corte rápido en una de las puntas y  vaciaba su contenido dentro de un embudo gigante. La máquina hacía el resto del trabajo. Los obreros en la parte inferior recibían el producto refinado mientras los del piso intermedio controlaban el peso de cada  saco. Sucedía todo como en una pequeña orquesta ejecutando su sinfonía. En especial la demostración de equilibrio y habilidad del hombre en la torre era propia de un artista circense.
—Olvídate —agregué, esbozando una sonrisa de incredulidad.

Hacer todo ese malabar allá arriba con el costal, la pita, la cuchilla…de verdad: olvídate. Ni loco. Tres días duró mi aventura romántica como obrero en el almacén de aquel supermercado.
                                                                                Los quehaceres de un zángano, pp. 66-69

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