Me levanté a
las cuatro de la mañana, hice mis oraciones, entré al baño, me di una ducha y
tomé una taza de leche caliente. Salí de casa siendo de noche aún.
Llegué poco
antes de las siete. Hacía un frío de los mil demonios.
Los obreros llegaban corriendo a marcar su tarjeta. Ninguno tenía pinta de
haber pasado por colegio particular. Me sentía desubicado. Iba a ser
definitivamente una experiencia diferente. Me acerqué a la caseta de control.
Por la ventana me entregaron una tarjeta de asistencia, pregunté dónde tenía
que presentarme. Aquí no hubo bienvenidas, charlas de orientación ni
instrucciones. Sólo un capataz que me dijo “únete a ese grupo”, señalando unos
hombres cambiándose de ropa, “y ayúdalos, ellos te dirán lo que debes hacer”.
—¿Cómo te
llamas? —preguntó uno de mis nuevos compañeros.
Le dije sólo mi
apellido. Había aprendido tiempo atrás que en los
colegios nacionales los nombres de pila no contaban.
—Hola. Soy Esquén. Él es Gavilán.
Nunca antes
había escuchado apellidos como ésos.
—¿Qué tal es el
trabajo aquí? —pregunté.
—Duro. Pasamos el día cargando kilos de
mercadería.
—Al principio
es jodido, pero cuando agarras ritmo te acomodas —explicó Gavilán.
—Le encuentras
el truco y ya no se hace tan pesado —siguió Esquén.
—Buena voz
—dije.
—¿Te gusta el
fulbito? —me preguntó Gavilán.
—Claro
—respondí.
—Después del
refrigerio hacemos una pichanguita todos los días. Si
quieres, puedes jugar.
—Bacán
—contesté.
La idea del
fulbito me relajó un poco. Aunque el frío era intenso,
debajo del uniforme de dos piezas sólo llevaba puesto el calzoncillo. Después
comprendí por qué no necesitaba nada más. La jornada empezó con la llegada de
los camiones. Uno de ellos estacionó en retroceso frente al muelle de mi grupo.
Esquén y Gavilán me llamaron.
—Ése es nuestro
—dijeron.
Cuando la
puerta de la tolva se abrió pude ver que se trataba de un cargamento íntegro de
sandías. Puras sandías. Sólo sandías.
Esquén se movió
rápido y le dijo a Gavilán:
—Tú atrás, yo
recibo y él en medio —señalándome con el dedo.
Gavilán me miró,
indicando con los ojos que obedeciera. No entendía lo
que debía hacer. Entonces vi a Esquén subir al camión. Se montó encima de las
sandías y me dijo:
—Ponte ahí abajo. Vamos a hacer una fila.
Yo te lanzo las sandías y tú se las pasas a Gavilán.
Miré hacia atrás. Gavilán estaba parado
detrás de mí, a unos metros de distancia, con las piernas bien abiertas y los
brazos extendidos hacia adelante. Parecía un jugador de básquet listo para
iniciar el partido.
Esquén hizo de
profesor:
—Vamos a
hacerlo despacio al principio. Trata de recibir las
sandías así, con los brazos sueltos, las emparas y las descuelgas. Luego giras
y se las lanzas a Gavilán. Todo suave.
—Muy bien —dije. “No creo que sea tan
difícil esta vaina”, pensé.
Esquén tomó la
primera sandía y disparó. La atrapé bien, como él dijo,
embolsándola como si fuera un arquero de fútbol. Di la vuelta para aventársela
a Gavilán, pero era muy pesada. Entonces la levanté con ambas manos y la lancé
como balón medicinal. La gigantesca fruta dio varias vueltas en el aire,
parecía no llegar a destino, Gavilán adelantó un paso y logró atraparla,
colocándola luego en el piso. La segunda sandía me cayó del cielo como un
tonel. Me hundí al recibirla. Me repuse, giré para enviarla, pero sentí que
perdía oxígeno, los brazos me temblaban.
Tuve que acercarme antes de lanzarla. La tercera sandía me partió el
alma, casi me desmayo. Nunca pensé que un trabajo tan sencillo pudiera ser al
mismo tiempo tan pesado. Me sentía mareado. Con la cuarta sandía tuve ganas de
vomitar. Mis compañeros se dieron cuenta de que no podía más. Se
arrastraron de risa. Me dijeron que
descansara un momento. Consiguieron un reemplazo para continuar con el proceso.
Entonces me senté a un lado del muelle a contemplar sus movimientos. Eran unos
atletas. Desarrollaron ante mis ojos un verdadero despliegue de plasticidad.
Descargaron el camión prácticamente sin sudar.
Cuando terminó
el refrigerio, no podía respirar. La ración que servían
en el comedor era digna de un obrero de construcción civil. Sin embargo,
reconocí en el fulbito mi oportunidad de demostrar a Esquén y Gavilán que yo
también tenía algo para enseñarles. El nivel futbolístico resultó tan
deplorable que pude darme el lujo de dominar la pelota y poner el toque sutil,
inteligente, de los que saben con el balón en los pies. Terminé el partido
sintiendo la cabeza a punto de estallar.
Por la tarde me
entregaron un largo abrigo negro para protegerme del frío. Cuando me lo puse descubrí que estaba roto por todas partes. Me
acomodaron sobre el hombro un pedazo grande de res, creo que era una pierna
entera; debía transportarla a la zona de congeladores. Fue un trayecto penoso.
El penetrante olor de la vaca muerta encima de mi cuerpo me hizo sentir
humillado. Atravesar el frigorífico me dejó congelado a mí también. Ese abrigo era una broma.
Dejé mi
uniforme en los casilleros y regresé a casa muerto de fatiga. Mi primer día de trabajo en el almacén había sido como estar en la
guerra, librando un combate encarnizado contra el enemigo; milagrosamente había
sobrevivido. A la mañana siguiente me tocó realizar labores de zarandeo,
después de almuerzo me encargaron sellar bolsas de menestras. El tercer día
presencié un nuevo espectáculo. Un grupo de cinco obreros rodeó una enorme
máquina en forma de pirámide. Traían bolsas de plástico, pitas y cuchillas. Dos
de ellos se ubicaron en los extremos del primer nivel, otros dos subieron a la parte intermedia y el
último trepó a la torre. El que parecía ser el líder dio la orden para echar a
andar el motor. El ruido del engranaje era tan fuerte que los obligaba a gritar
para coordinar sus acciones. Yo admiraba sorprendido su increíble acrobacia.
Organizaban con destreza el traslado de unos costales de azúcar que debían
llegar hasta la torre. El proceso se desarrolló con extraordinaria fluidez. Me
pareció que ellos hacían eso desde su infancia.
Lo comenté con uno de mis compañeros.
—Lo distribuyen
por turnos —me contestó— Cada día le toca hacerlo a un grupo diferente.
—¿Nos va a
tocar a nosotros también? —pregunté alarmado.
—De todos
modos. Eres nuevo, ¿no?
—Sí —le dije.
—Lo más seguro
es que te manden a la torre, entonces.
El tipo de la
torre recibía el costal de azúcar a través de una veloz cadena de manos que se
movía desde abajo, atrapaba entre sus dientes una pequeña navaja mientras
sujetaba el costal con sus rodillas, luego lo abría con un corte rápido en una
de las puntas y vaciaba su contenido
dentro de un embudo gigante. La máquina hacía el resto
del trabajo. Los obreros en la parte inferior recibían el producto refinado
mientras los del piso intermedio controlaban el peso de cada saco. Sucedía todo como en una pequeña
orquesta ejecutando su sinfonía. En especial la demostración de equilibrio y
habilidad del hombre en la torre era propia de un artista circense.
—Olvídate
—agregué, esbozando una sonrisa de incredulidad.
Hacer todo ese
malabar allá arriba con el costal, la pita, la cuchilla…de verdad: olvídate. Ni loco. Tres días duró mi aventura romántica como obrero en el
almacén de aquel supermercado.
Los quehaceres de un zángano, pp. 66-69
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