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FERNANDO MOROTE-LOS QUEHACERES DE UN ZÁNGANO (Fragmento 2)






—Mi viejo paga todo, no te preocupes —dijo Augusto.
Acepté con entusiasmo. Todo lo que sabía de sexo era lo que había visto en las revistas pornográficas que devoraba con insaciable apetito durante el recreo, y en algunas películas del Metro-Pulga, un cine  de mala muerte sin nombre conocido, donde podía entrar sin ser mayor de veintiuno con tal de pagar mi boleto como cualquier parroquiano.
—Vas a subir de categoría, Federico: —me dijo el papá de mis amigos mientras esperábamos en la fila— verás cómo montoya es más rico que manuela —y echó a reír con todas sus ganas.
El señor Banegas era un tipo gordo, grande, empleado bancario, de aspecto vulgar; tenía la costumbre de ver televisión desnudo mientras su esposa le servía la comida al llegar del trabajo. En cierta ocasión, gracias a un relajo de la intimidad doméstica, fui testigo de ello. La escena me resultó incómoda, pero al mismo tiempo quedé fascinado. Mis adolescentes hormonas empezaban a manifestar sus exigencias. “¿Sexo con mi prima?”, me preguntaba después de escuchar tantas historias en el colegio. No hallaba cómo. Moría de miedo tan sólo de pensar que pudiera insinuarme un día con ella, correría a acusarme con mis tíos y quedaría como un depravado, un mañoso o un imbécil ante toda la familia. Me conformaba con masturbarme imaginando desnuda a la mamá de mis amigos, atendiéndome amorosamente, poniendo la bandeja de comida  sobre mis piernas, dejando caer sus tetas grandes y redondas, con los pezones negros como chupones, sobre mi cara.

El estacionamiento de El Trocadero no era más que un inmenso lote de tierra, lúgubre como una cueva. Los viejos colectivos que cubrían la ruta desde el Parque Universitario hasta la Avenida Colonial llegaban y partían cada cinco minutos atestados de clientes. Antes de entrar comimos un par de huevos duros con papa sancochada. Según me ilustraron, proteínas y vitaminas eran elementos cruciales para estos trajines. Otros preferían consumir el mismo menú a la salida, para recuperar energías. “Cuestión de estilo y estrategia”, dijeron. Después de comprar los boletos, el señor Banegas deslizó furtivamente una propina al portero.
Una vez adentro, el olor a perfume invadió mi cerebro. Era un extraño aroma penetrante que recorría todo el edificio. Excepto por aquellas de colores, que tenuemente salían de las habitaciones dispuestas  a lo largo de los pasadizos, casi no había luces. Las mujeres semidesnudas se apoyaban contra sus puertas en poses sugerentes. En un minuto estaba excitadísimo. El papá de Augusto y Brayan dijo:
—Muy bien, muchachos. Aquí nos separamos. Miren bien y escojan la hembra que más les guste. Aquí tienen el dinero, esto les alcanzará. Después, si se quieren meter otro polvo, me avisan y ya vemos. Nos reunimos en este sitio dentro de cuarenta minutos, ¿ok?
—Buena voz, papá —dijo Augusto.
Sentí que esas instrucciones eran como las que seguramente impartían los oficiales de campo a sus soldados antes de entrar en acción ante la inminente batalla. Ahora tenía que arreglármelas por mi propia cuenta. Di algunas vueltas en círculo. El edificio tenía dos pisos, con varios pasadizos, que al parecer, por lo que fui descubriendo, conferían diferente categoría a las putas. Muchas puertas se encontraban cerradas. Algunas mujeres dejaban la puerta abierta y se echaban en la cama mostrando sus atributos a los clientes, invitándolos a pasar. Otras decían cosas sucias, arrechantes, mientras uno pasaba delante de ellas o les preguntaba cuál era su tarifa y el tipo de servicio que ofrecía.
—Completo, papito —respondían algunas.

Yo tenía vergüenza de preguntar qué significaba “completo” en ese lenguaje. No se lo iba a preguntar  a la puta, por supuesto, no tenía intenciones de quedar como un idiota ante ninguna de ellas. En una de ésas, no aguanté más y corrí a buscar a Brayan para preguntarle.
—Te la chupan y todo, pues huevón —me contestó— Si eres pendejo, y te la ganas, tú también se la puedes chupar a ella. Le haces la sopa. Y después se la metes por atrás. Vas a ver que es bien rico, yo sé lo que te digo. ¿Ya sabes adónde vas a entrar?
—No, todavía —respondí.
Continué recorriendo los pasillos. Encontré que ante algunas puertas cerradas había varios hombres haciendo cola, se les veía cansados, con cara de aguantados. Decían que la puta de ese cuarto era fantástica, una loba culeando, cobraba un poco más caro pero te exprimía todito. “Vale la pena esperar”, decían.
Pude ver que había mujeres de todas las edades y etnias. Multitud de cuerpos, variedad de formas. Perfumes exóticos, ropas interiores provocadoras. Los cuartos presentaban decoraciones peculiares. Algunos tenían afiches de películas o cantantes de moda. Otros más bien lucían crucifijos, virgencitas. El recorrido ofrecía una miscelánea de ritmos musicales: rock, criollo, salsa, guaracha.

A medida que avanzaba el tiempo, empecé a sentir cierta angustia. Aunque experimentaba un deleite sensual al descubrir ese nuevo mundo, respirando aquellos perfumes, más tóxicos que aromáticos,  viendo tantas mujeres calatas al alcance de mis manos, me presionaba la idea de saber que pronto debía enfrentar el momento de la verdad y entrar en uno de los cuartos. No veía en ningún pasadizo a mis amigos ni a su papá. Seguramente habían entrado ya a comerse alguna puta, luego saldrían y nos tendríamos que ir. En uno de mis patrullajes de reconocimiento, me gustó una mujer de piel blanca y cabello castaño, bajita de estatura, que tenía un delicioso cuerpo al trasluz de su habitación y llevaba una ropa interior roja con zapatos altos del mismo color. Recordé que había sido muy cariñosa cuando le pregunté cuánto cobraba. Regresé a buscarla.
—Pasa, buenmozo —me dijo.
Al cruzar la puerta, me pidió que entrara al baño. Se sentó sobre la tapa del water con una batea llena de agua entre las manos. Me dijo que me bajara el pantalón. La luz del baño, a diferencia de la habitación, no era tenue ni de color; era una luz blanca, fría. Pude ver que la puta era más bien una mujer casi vieja, bien pintada para ocultar sus primeras arrugas, con gesto descortés en  el rostro.
—No te vacees antes de tiempo, hijito —me dijo, mientras lavaba mi pene, desinfectándolo con un chorro de alcohol que me causaba un ardor horrible.
Su voz tenía un tono autoritario. Empecé a sentir algo de temor. Me sobrecogí ante su actitud de mando. Se quitó la ropa sin gracia ni elegancia mientras yo me enredaba con los pantalones, tratando de desvestirme, sentado encima de la cama. La puta advirtió mi nerviosismo. Vi que tenía cara de aburrida. Me masturbó enérgicamente para lograr mi erección. Lo consiguió sin dificultad. Agarraba mi pene como si fuera cualquier cosa. Yo trataba de besarla, ella esquivaba ese contacto. Esperaba un trato más cariñoso de su parte.
—Apúrate —me dijo— Métela de una vez.
Yo no tenía idea de cómo se hacía eso. Mis ojos, sin duda, eran muy elocuentes. Sentí que ella me miró como diciendo:
—Me estás haciendo perder el tiempo.
Tomó mi pene y lo introdujo en su vagina. Se movió aceleradamente por un instante, sin darme tiempo a que yo intentara poner algo de mi parte. Eyaculé sin remedio.

─La diste rápido, hijito —me dijo— Así es mejor, porque tengo que seguir trabajando y atender a otros clientes.
Saltó de la cama y trajo papel higiénico del baño. Me lavó el pene otra vez en la batea y me dijo:
—Vístete.
Yo estaba mudo, no podía pronunciar palabra. Sentía que esa mujer me estaba dando órdenes como si fuera mi mamá. Tenía ganas de llorar. La rabia, el miedo, la vergüenza me mordían por dentro. La puta, al ver que estaba ya casi vestido, me llevó apurada hasta la puerta.
—Chau, papito —me dijo, y me hizo una caricia traviesa en la mejilla— Regresa pronto.
Hubiera querido repetir la experiencia con otra puta, para disfrutarla esta vez. Cuando llegué al punto de encuentro convenido los tres me esperaban listos, exhibiendo gloriosas sonrisas de felicidad. Augusto y Brayan se mostraban frescos y bien peinaditos.
—¿Y, cómo te fue? —me preguntó el papá de mis amigos.
—Riquísimo ―contesté, añorando el calor de mi hogar— No pudo haber estado mejor.


Los quehaceres de un zángano, 2009, pp. 15-18

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