Acepté con entusiasmo. Todo lo que sabía de sexo era lo que había
visto en las revistas pornográficas que devoraba con insaciable apetito durante
el recreo, y en algunas películas del Metro-Pulga, un cine de mala muerte sin nombre conocido, donde podía
entrar sin ser mayor de veintiuno con tal de pagar mi boleto como cualquier
parroquiano.
—Vas a subir de categoría, Federico: —me dijo el papá de mis amigos
mientras esperábamos en la fila— verás cómo montoya es más rico que manuela
—y echó a reír con todas sus ganas.
El señor Banegas era un tipo gordo, grande, empleado bancario, de
aspecto vulgar; tenía la costumbre de ver televisión desnudo mientras su esposa
le servía la comida al llegar del trabajo. En cierta ocasión, gracias a un relajo
de la intimidad doméstica, fui testigo de ello. La escena me resultó incómoda,
pero al mismo tiempo quedé fascinado. Mis adolescentes hormonas empezaban a
manifestar sus exigencias. “¿Sexo con mi prima?”, me preguntaba después de
escuchar tantas historias en el colegio. No hallaba cómo. Moría de miedo tan
sólo de pensar que pudiera insinuarme un día con ella, correría a acusarme con
mis tíos y quedaría como un depravado, un mañoso o un imbécil ante toda la
familia. Me conformaba con masturbarme imaginando desnuda a la mamá de mis
amigos, atendiéndome amorosamente, poniendo la bandeja de comida sobre mis piernas, dejando caer sus tetas
grandes y redondas, con los pezones negros como chupones, sobre mi cara.
El estacionamiento de El Trocadero no era más que un inmenso lote de
tierra, lúgubre como una cueva. Los viejos colectivos que cubrían la ruta desde
el Parque Universitario hasta la Avenida Colonial llegaban y partían cada cinco minutos atestados de clientes. Antes
de entrar comimos un par de huevos duros con papa sancochada. Según me
ilustraron, proteínas y vitaminas eran elementos cruciales para estos trajines.
Otros preferían consumir el mismo menú a la salida, para recuperar energías. “Cuestión
de estilo y estrategia”, dijeron. Después de comprar los boletos, el señor Banegas
deslizó furtivamente una propina al portero.
Una vez adentro, el olor a perfume invadió mi cerebro. Era un
extraño aroma penetrante que recorría todo el edificio. Excepto por aquellas de
colores, que tenuemente salían de las habitaciones dispuestas a lo largo de los pasadizos, casi no había
luces. Las mujeres semidesnudas se apoyaban contra sus puertas en poses
sugerentes. En un minuto estaba excitadísimo. El papá de Augusto y Brayan dijo:
—Muy bien, muchachos. Aquí nos separamos. Miren bien y escojan la
hembra que más les guste. Aquí tienen el dinero, esto les alcanzará. Después,
si se quieren meter otro polvo, me avisan y ya vemos. Nos reunimos en este
sitio dentro de cuarenta minutos, ¿ok?
—Buena voz, papá —dijo Augusto.
Sentí que esas instrucciones eran como las que seguramente impartían
los oficiales de campo a sus soldados antes de entrar en acción ante la
inminente batalla. Ahora tenía que arreglármelas por mi propia cuenta. Di algunas
vueltas en círculo. El edificio tenía dos pisos, con varios pasadizos, que al
parecer, por lo que fui descubriendo, conferían diferente categoría a las
putas. Muchas puertas se encontraban cerradas. Algunas mujeres dejaban la
puerta abierta y se echaban en la cama mostrando sus atributos a los clientes, invitándolos
a pasar. Otras decían cosas sucias, arrechantes, mientras uno pasaba delante de
ellas o les preguntaba cuál era su tarifa y el tipo de servicio que ofrecía.
—Completo, papito —respondían algunas.
Yo tenía vergüenza de preguntar qué significaba “completo” en ese
lenguaje. No se lo iba a preguntar a la
puta, por supuesto, no tenía intenciones de quedar como un idiota ante ninguna
de ellas. En una de ésas, no aguanté más y corrí a buscar a Brayan para
preguntarle.
—Te la chupan y todo, pues huevón —me contestó— Si eres pendejo, y
te la ganas, tú también se la puedes chupar a ella. Le haces la sopa. Y después
se la metes por atrás. Vas a ver que es bien rico, yo sé lo que te digo. ¿Ya
sabes adónde vas a entrar?
—No, todavía —respondí.
Continué recorriendo los pasillos. Encontré que ante algunas puertas
cerradas había varios hombres haciendo cola, se les veía cansados, con cara de
aguantados. Decían que la puta de ese cuarto era fantástica, una loba culeando,
cobraba un poco más caro pero te exprimía todito. “Vale la pena esperar”,
decían.
Pude ver que había mujeres de todas las edades y etnias. Multitud de
cuerpos, variedad de formas. Perfumes exóticos, ropas interiores provocadoras.
Los cuartos presentaban decoraciones peculiares. Algunos tenían afiches de
películas o cantantes de moda. Otros más bien lucían crucifijos, virgencitas.
El recorrido ofrecía una miscelánea de ritmos musicales: rock, criollo, salsa,
guaracha.
A medida que avanzaba el tiempo, empecé a sentir cierta angustia.
Aunque experimentaba un deleite sensual al descubrir ese nuevo mundo,
respirando aquellos perfumes, más tóxicos que aromáticos, viendo tantas mujeres calatas al alcance de
mis manos, me presionaba la idea de saber que pronto debía enfrentar el momento
de la verdad y entrar en uno de los cuartos. No veía en ningún pasadizo a mis
amigos ni a su papá. Seguramente habían entrado ya a comerse alguna puta, luego
saldrían y nos tendríamos que ir. En uno de mis patrullajes de reconocimiento,
me gustó una mujer de piel blanca y cabello castaño, bajita de estatura, que
tenía un delicioso cuerpo al trasluz de su habitación y llevaba una ropa
interior roja con zapatos altos del mismo color. Recordé que había sido muy
cariñosa cuando le pregunté cuánto cobraba. Regresé a buscarla.
—Pasa, buenmozo —me dijo.
Al cruzar la puerta, me pidió que entrara al baño. Se sentó sobre la
tapa del water con una batea llena de agua entre las manos. Me dijo que me
bajara el pantalón. La luz del baño, a diferencia de la habitación, no era
tenue ni de color; era una luz blanca, fría. Pude ver que la puta era más bien
una mujer casi vieja, bien pintada para ocultar sus primeras arrugas, con gesto
descortés en el rostro.
—No te vacees antes de tiempo, hijito —me dijo, mientras lavaba mi
pene, desinfectándolo con un chorro de alcohol que me causaba un ardor
horrible.
Su voz tenía un tono autoritario. Empecé a sentir algo de temor. Me
sobrecogí ante su actitud de mando. Se quitó la ropa sin gracia ni elegancia
mientras yo me enredaba con los pantalones, tratando de desvestirme, sentado
encima de la cama. La puta advirtió mi nerviosismo. Vi que tenía cara de
aburrida. Me masturbó enérgicamente para lograr mi erección. Lo consiguió sin
dificultad. Agarraba mi pene como si fuera cualquier cosa. Yo trataba de
besarla, ella esquivaba ese contacto. Esperaba un trato más cariñoso de su
parte.
—Apúrate —me dijo— Métela de una vez.
Yo no tenía idea de cómo se hacía eso. Mis ojos, sin duda, eran muy
elocuentes. Sentí que ella me miró como diciendo:
—Me estás haciendo perder el tiempo.
Tomó mi pene y lo introdujo en su vagina. Se movió aceleradamente
por un instante, sin darme tiempo a que yo intentara poner algo de mi parte. Eyaculé sin remedio.
─La diste rápido, hijito —me dijo— Así es
mejor, porque tengo que seguir trabajando y atender a otros clientes.
Saltó de la cama y trajo papel higiénico
del baño. Me lavó el pene otra vez en la batea y me dijo:
—Vístete.
Yo estaba mudo, no podía pronunciar palabra. Sentía que esa mujer me
estaba dando órdenes como si fuera mi mamá. Tenía ganas de llorar. La rabia, el
miedo, la vergüenza me mordían por dentro. La puta, al ver que estaba ya casi
vestido, me llevó apurada hasta la puerta.
—Chau, papito —me dijo, y me hizo una caricia traviesa en la
mejilla— Regresa pronto.
Hubiera querido repetir la experiencia con otra puta, para
disfrutarla esta vez. Cuando llegué al punto de encuentro convenido los tres me
esperaban listos, exhibiendo gloriosas sonrisas de felicidad. Augusto y Brayan
se mostraban frescos y bien peinaditos.
—¿Y, cómo te fue? —me preguntó el papá de mis amigos.
—Riquísimo ―contesté, añorando el calor de mi hogar— No pudo haber
estado mejor.
Los quehaceres
de un zángano, 2009, pp. 15-18
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