“Antofagasta-Jueves, Dic.23, 1993
Estoy a sólo 16 horas de Santiago y de
Valentina. No obstante, estaría dispuesto a casarme ahora mismo con la
finlandesa que viaja a mi lado. Es mi compañera de viaje desde Arica. Rubia,
alta, de ojos azules, pero tosca, se llama Sonata. Tiene unos pechos preciosos,
ubres de campiña finlandesa me imagino, y un cuerpo magnífico, grande, duro,
blanquísimo. Es vegetariana, ama a los animales. Su profesión es sonidista,
pero según dice se gana algunos dólares adicionales como bailarina en un club
nocturno de Nueva York. Su novio es haitiano y drogadicto. No bien partió el
bus, ella inició el diálogo. Hemos sostenido una larga conversación, incluso pude
hablarle de NA y de cómo podría ayudar a su novio, si él lo desea. Creo que
hasta tuvo ganas de llorar. Después abordamos otros temas: historia, turismo,
anécdotas. He podido comprobar nuevamente mi dolorosa y bochornosa ignorancia
ante la ilustración de ella. Cuando le mencioné que era escritor no se inmutó,
ni siquiera le dio importancia, pero cuando le dije que era vago profesional se
mató de risa. Nuestros diálogos han estado acompañados todo el tiempo de un
diccionario inglés-español que ella traía en su bolsa. Viaja por todo el mundo
con una pequeño atado de ropa. Al cruzar el desierto, un sol aplastante
colándose violentamente dentro del bus, se quitó la blusa con un movimiento
brusco y rápido de los brazos, dejando prácticamente al aire, sin prejuicio de
ninguna clase, sus enormes bustos blancos, gigantescos, redondos. Casi se los
agarro con las dos manos para evitar que se cayeran. Se veían tan pesados, pensé
que podrían rebotar contra el asiento delantero, o el piso, y salir disparados
por la ventana. Quedé embobado apreciando la imponencia de su cuerpo, me
provocó tocarla, hacerle una caricia, darle un beso. Sonata me parece a veces
la rubia más tierna, y a veces la más fea, que he visto. Me recuerda a esas
viejas matronas, inmigrantes europeas, que llegaron al Perú hace cien años y
ahora, con hijos peruanos tan ancianos como ellas, conservan aún su original
vigor. Por la noche, en un momento que se quedó dormida y se dio vuelta hacia
la ventana, rocé repetidamente su trasero, lo sentí durito dentro de su desteñido jean con flecos,
pero no fui más allá de eso. Carajo, me jode ser así. Cuando tengo la sensación
de estar quedando como un cojudo ante mí mismo es casi seguro que estoy
haciendo lo correcto”.
Los quehaceres de un zángano, 2009, pp. 138-9
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